
Me voy a Sigüenza a pasar el fin de semana. Mi coche se desliza con suavidad por la autopista inferior. No tengo prisa y por la de arriba hay que correr demasiado. Miro los indicadores: la pastilla de combustible durará para la ida y la vuelta. En el absoluto silencio de la cabina me envuelve una música suave y compruebo que todos los electrodos señalan valores normales en las diferentes partes de mi cuerpo.
El paisaje virtual se deja ver igual que siempre: extensas llanuras, algún árbol, muy bien conseguido, la verdad, y los hologramas del toro de Osborne me recuerdan tiempos pasados siempre que los veo. El cielo, azul raso, sin una brizna de aquellas nubes que tanto gustaban a nuestros abuelos. La temperatura exterior no es demasiado alta: cincuenta y cuatro grados. Enciendo un cigarro y me acoplo al exhalador de humos. El viaje está siendo magnífico y sólo tengo que hablar en voz baja a la computadora de a bordo si quiero variar algún parámetro.
Al pasar por Mandayona me gusta observar la nueva fábrica de agua sintética que allí han instalado y que tiene un diseño muy bello. Su color gris destaca sobre el ocre rojizo de las tierras que la rodean. Los carteles en dos o tres dimensiones de Sigüenza me indican que mi llegada está próxima. Efectivamente, unos instantes después me asomo al cambio de rasante y ante mí aparece la bellísima ciudad. Es grandiosa, monumental, enorme.
Las torres de las depuradoras de aire se elevan sobre todos los edificios, incluso sobre las de la catedral y el parador, como dos magníficas agujas que quisieran alcanzar el cielo. Los enormes almacenes de cereales y hortalizas desecadas se amontonan en la zona izquierda, donde antaño estuviera la estación del ferrocarril, pues éste, desde hace tiempo, es completamente subterráneo. Más hacia arriba y a la izquierda observo maravillado las extensísimas y kilométricas zonas de construcciones de viviendas de ocho, diez y doce alturas, rematadas por enormes antenas en las que se reciben las señales digitales que organizan y dirigen la vida de todas ellas. A la derecha, dirección Alcolea del Llano (antes Alcolea del Pinar) la vista se vuelve a deleitar con nuevas e ilimitadas construcciones, con sus atractivos bosques de antenas y torres de distribución de energía nuclear desradiactivada. En bastantes kilómetros a la redonda, hasta donde la vista alcanza, su puede disfrutar de esta maravillosa visión de diferentes tipos de construcciones que han de albergar a las más de doscientas mil personas que las han adquirido. Pero, no pensemos mal, que no todo es cemento, acero y pvc : entre urbanización y urbanización se observan ciertos terrenos verdes colocados estratégicamente. Se trata de los más de doscientos campos de golf construídos para la práctica de dicho deporte, al que una inmensa mayoría de nuestros ciudadanos se ha aficionado en los últimos años. En la ciudad ha sido uno de los negocios más prósperos la apertura de establecimientos dedicados a la venta de artículos de golf, ya que el furor que este deporte despierta en los seguntinos es inimaginable. Se dice que se hicieron grandes fortunas con ello.
Toda la ciudad ha sido socavada para la habilitación de enormes aparcamientos subterráneos donde albergar el extraordinario parque automovilístico seguntino. Conjuntamente se han dispuesto varias líneas de autobuses y taxis que permiten llegar del aparcamiento al domicilio particular. El Paseo de la Alameda dispone de una calzada con cuatro alturas diferentes que, si bien sobrepasan la altura de los edificios circundantes, ha descongestionado sobremanera el tráfico en dicho Paseo y permiten a cada automovilista escoger su punto de destino adecuadamente. Las calles Medina y Guadalajara disponen de aceras rodantes con varias velocidades que permiten el acceso a distintos usuarios, debiendo guardar las debidas precauciones en cada velocidad y según la edad de quien accede. Para alcanzar las calles más altas, las que conducen al Parador, se han habilitado varios tranvías de cremallera, al estilo de la ciudad de San Francisco, que facilitan extraordinariamente el discurrir por dichas calles.Todos los semáforos de la ciudad se hallan centralizados a las órdenes de una computadora que los maneja con precisión absoluta; eso sí, dichos semáforos conceden siempre prioridad a aquellos vehículos o peatones que acuden en masa a practicar su deporte favorito en los campos del golf.Para los jóvenes no falta diversión pues aparte de las múltiples salas de baile real y virtual que existen, se puede acceder a la maravillosa Ciudad Disney, ubicada en lo que entes era Guijosa, o la extraordinario circuito de Fórmula Uno, en la zona de los llanos de Pelegrina.Los bares y restaurantes apenas dan a basto. La mayoría de ellos han edificado hasta cuatro y cinco plantas superiores para el servicio de la extensa clientela. Los doce cines están siempre abarrotados y es casi imposible conseguir entradas, incluso por internet. Para satisfacción de todos, en las Fiestas patronales se duplica la población habitual, con lo que la familia que las comienza unida, permanece unida durante todas las fiestas. Es verdaderamente prodigioso cómo se ha llegado a un aprovechamiento óptimo de cada centímetro cuadrado.Recuerdo aquel pueblucho triste y aburrido de los años setenta, donde sólo olía a vaca y a leña quemada, donde el pan se hacía cada día con manos sucias y productos insanos, donde los yogures no tenían fecha de caducidad, donde las gallinas comían suciedad en los estercoleros, donde había que saberse el nombre y las andanzas del vecino, donde se podía dejar fiado en la tienda de la esquina, donde... y donde...
Y ahora, desde esta altura a la vista del pueblo, me dispongo a que transcurran dos o tres horas de caravana para poder acceder a él, y entonces me embargará la felicidad de una estrechísima convivencia.